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UNA FAMILIA EN LA FRONTERA

Unos dias con Don Pedro, sus siete hijos y los catorce perros 

Me bajo del tuc-tuc aún aturdido por el turbulento viaje. Más de cinco horas en dos chicken buses, viejos autobuses escolares americanos* reciclados, prácticamente el único transporte público existente en Guatemala. Desde Antigua, a 1.500 metros sobre el nivel del mar, estoy ahora a sólo unos metros de la costa del Pacífico. El taxista toma mis veinte quetzales y me deja frente a la mina de sal "La Criba", siguiendo las instrucciones de Marino, un amigo italiano que vive en este país desde hace más de treinta y cinco años. Tengo que ir a casa de Pedro, amigo suyo desde hace mucho tiempo, que vive con su familia en "condiciones muy humildes" frente a la playa, cerca de Paredón, un lugar conocido sólo por los surfistas que buscan olas por estos lares. Llamo a Pedro, me contesta una voz lejana, metálica, que me dice que vaya al embarcadero que hay detrás de la salina, que 'uno de los hermanos' vendrá a recogerme. Tomo el camino, estoy un poco tenso y tengo el estómago ligeramente revuelto. No tengo ni idea de adónde voy, me estoy dejando llevar completamente por la situación, aún estoy desconcertado por el viaje y cansado por la subida al impresionante Volcán de Fuego del día anterior.

 

 

 

 

Mientras camino entre las lonas negras y los charcos de las salinas, algunos trabajadores me saludan desde lejos en inglés y me llaman gringo. Pido información, me explican cómo llegar al embarcadero. Avanzo un poco más y me detienen dos niños, de unos diez u once años, un chico y una chica, en bicicleta. "¿Vas a casa de Don Pedro?" Me lo preguntan seriamente. En Guatemala se acostumbra a poner el apodo de "Don" a cualquier hombre de más de cincuenta años, por respeto. Sin demasiada confianza asiento con la cabeza, desconfiando de los chicos. Les sigo en silencio. Caminamos unos cientos de metros y llegamos a una pequeña abertura en el manglar, donde flotan algunas viejas barcas de madera. Ayudo a los dos (que descubro que se llaman Lester y Berenice) a cargar las bicicletas en el pequeño bote. Quince minutos de remo silencioso, sólo interrumpido por las pequeñas órdenes de Lester a su hermana: "más a la izquierda", "cuidado con el mástil". Desde unas decenas de metros en el agua ya se ve la casa. Dos grandes cabañas -una cerrada, dormitorio, y otra abierta, cocina- hechas de palos, tablones de madera y gruesas láminas de plástico negro conforman la vivienda de la familia de Pedro, en una lengua de arena entre la laguna y el océano. Me recibe una familia numerosa y sonriente: madre, padre y siete hijos, todos tan tímidos como bronceados.

 

 

 

Intercambio algunas bromas con Pedro, un sonriente caballero de unos sesenta años, con gorra de skater y sudadera con capucha, siempre dispuesto a bromear y comentar la pesca del día y el estado del mar. Su mujer, que ya me mira como una madre, se llama Juanita, es unos años más joven que Pedro y tiene visibles varices poblándole las piernas. Me aconseja que ponga mi mochila en un banco, para evitar que los perros orinen sobre ella, y me ofrece un plato de yuca (conocida en otras partes del mundo como mandioca o yuca, es un tubérculo que constituye una gran parte de la dieta de muchas poblaciones) y un café. Charlando, poco a poco me siento más a gusto. Me presento estrechando la mano de todo el equipo: Sofía, la más pequeña, con seis años y ojos de listilla; Lupita, que ya se comporta como una mujercita; Dionisio, conocido como Nicio, con su perenne mirada melancólica que rompe en una buena carcajada a cada chiste; Lua, la mayor y la más callada; Jairo, un dieciochoañero bien plantado tumbado en una hamaca. Y luego los dos que me habían acompañado: Lester, un chico muy listo y con un agudo sentido del humor, y Berenice, que no se deja pisar por nadie.

 

 

A partir de ahí empezaron cinco días inolvidables, en los que conocí a una familia al margen de la sociedad, que vive en la extrema pobreza, sin agua corriente, ni electricidad, ni baño (sus necesidades las hacen en el monte, en los matorrales que rodean la casa). Lavan los platos en la laguna, Juanita lava la ropa en los lavaderos públicos cuando va a vender pescado fresco al pueblo, pescado por la noche por su marido. Para hacer la compra, el minimercado más cercano está a veinte minutos en barco más veinte minutos en bicicleta.  Para ir a la escuela, los niños tienen que ir aún más lejos: remar durante media hora y caminar otro tanto por la playa que los separa del pequeño pueblo de Paredón. "Salimos a las siete, para estar en clase a las ocho". Hice este viaje la primera noche, para ir a tomar una cerveza con Pedro. Nicio, que hoy ha cumplido catorce años, nos ha acompañado. No sé si me cansé más remando o caminando por la interminable y oscura playa, mirando las luces del pueblo que nunca parecían acercarse. Llegamos al restaurante, pido dos cervezas Gallo carísimas y una ración de patatas fritas, y le paso la carta al pequeño para que elija algo de beber. Su respuesta me deja desconcertado: "No sé leer". Al menos la mitad de los niños de la familia no reciben una educación básica, a pesar de la lucha por ir a la escuela. En el camino de vuelta nos sorprende un chaparrón. Esperamos en la oscuridad, refugiados en una cabaña de pescadores en la playa. En unos minutos el cielo se aclara.

 

Antes de irme a dormir a mi tienda de campaña unipersonal, instalada a unos metros de la cocina, la señora Juanita me advierte: "Ten cuidado por la noche, porque los perros no te conocen y podrían morderte". Incluidos los cachorros nacidos hace unas semanas - uno de los cuales murió y fue enterrado durante mi estancia -, cuento catorce perros. Catorce. Por la noche aúllan furiosamente a cada pequeño movimiento que hago dentro de la tienda. Al amanecer no me atrevo a salir a orinar. En los días siguientes aprendo a domesticarlos: basta con blandir amenazadoramente un palo o fingir que les tiro una piedra para que desaparezcan.

 

La principal actividad de mi estancia allí fue la pesca. En el lado de la laguna, salgo en barca con Lester al amanecer. Me confía mi paleta - una pieza plana de madera con un mango, a la que se enrosca el sedal, el pequeño plomo y el anzuelo - y me explica cómo lanzar. Tras unos cuantos intentos torpes, comprendo el mecanismo. Suerte de principiante, pesco un ejemplar de lo que llaman badri (o algo así), una especie de siluro con largos bigotes que es "excelente en caldo de pescado" (caldo con trozos de pescado y verduras). Lester jura que en sus diez años de carrera nunca ha atrapado a un badri tan grande. Mientras se rompe las aletas puntiagudas con el cuchillo, intentando no hacerse daño, me dice, emocionado: "Esto se lo damos a mi madre, que lo vende en el mercado, ¿vale?". Asiento sonriendo, feliz de haber aportado mi granito de arena a la economía familiar. En los días siguientes me enseñó a echar la red (0% de éxito por mi parte, ni siquiera pesqué un pececillo) y a remar. Remar a un lado, con estilo, como lo hacen ellos: dando una remada y luego media contra remada para enderezar la embarcación y que vaya en la dirección deseada.

 

 

 

 

En casa tomamos mucho café, al menos tres tazas al día. Todos lo beben, incluida Sofía, de 6 años. En la cocina colaboran todos: se dan órdenes, lavan, cocinan, juegan con los perritos. De una forma divertida, desordenada pero eficaz. Alrededor de la cocina hay muchos animales además de los perros: gallinas, dos palomas e incluso un mapache bebé. "Se llama Chico", me explica Berenice, abrazándolo. "No muerde, aún no le han salido los dientecillos. Mi padre lo encontró hace una semana". Y se le trata mejor que al resto de mascotas: tiene su collar rojo, y por la noche duerme en la cabaña con toda la familia. "Hasta hace unos meses, no vivíamos aquí", explica don Pedro. "Vivíamos al borde de Boca Barra, el canal de agua que nos separa de la playa que va al Paredón, a doscientos metros de aquí. Era un lugar más agradable, no había mosquitos. La cabaña también era mucho más bonita, tenía techo de palma y se respiraba mejor. Entonces la laguna empezó a comerse el terraplén y tuvimos que movernos. En un par de meses deberíamos volver por allí".

 

Hacía tiempo que se había puesto el sol y yo estaba tumbado en mi hamaca, relajándome. Jairo se me acerca y me dice: "Se oye música desde el rancho (el primer restaurante de Paredón, a kilómetros de distancia), quizá haya una fiesta. ¿Quieres venir?" Yo, imaginándome bailando torpemente entre los sinuosos movimientos costeños de los chicos del lugar, me disculpo diciendo que estoy cansado y que creo que me quedaré a descansar. Al cabo de unos minutos, Berenice vuelve. "Mi hermano pregunta si quieres venir al rancho con nosotros..." No puedo decirle que no. Remo tanto a la ida como a la vuelta, somos dos remando. En el barco estamos Jairo, Berenice, Lua, Nicio y yo. Navegamos en silencio por las oscuras aguas de la laguna salada, observando cómo saltan los peces al ser molestados por nuestro paso. Al llegar al rancho, descubrimos que la fiesta es una boda. Nos quedamos media hora como hipnotizados, a la sombra frente a la entrada del local, viendo a las parejas bailar, girar y lanzarse en pasos latinos al ritmo de la música. Dentro, todos están arreglados, limpios, hermosos. Afuera nosotros, con nuestras camisas gastadas, estamos sucios, hermosos. El hijo mayor de Pedro, Jhovany, trabaja en el restaurante. Tiene 21 años y trabaja allí de camarero y responsable de mantenimiento. Por comodidad, se ha trasladado a Paredón, y tiene alojamiento donde trabaja. Nicio, enviado en misión, entra por la puerta trasera de la cocina. Se marcha al cabo de unos diez minutos con una jarra de té de Jamaica (una infusión escarlata y dulce, muy consumida en México y Guatemala) y un trozo de tarta nupcial, para compartir entre todos. Delicioso. La gente que pasa de vez en cuando nos ignora. Pienso en toda la comida que se desperdiciará en esa fiesta, y en lo felices que serían esos niños.

 

La última noche, al atardecer, tras un día pasado en el barco con Lester y Nicio pescando, nadando y fotografiando las numerosas aves que pueblan el manglar, propongo un "momento foto". Los niños se lo pasan en grande, hacemos muchas fotos de la puesta de sol, en varias poses, algunos en grupo, otros solos, algunos con los animales, algunos bailando, algunos dando volteretas. Niños sonrientes, niños felices, niños libres. Niños sin una educación decente, niños olvidados por el Estado, niños pobres. Niños que apenas pueden soñar, niños a los que se les cerrarán muchas puertas, niños que tendrán que conformarse, niños que tendrán que luchar mucho más que los demás. Sólo porque nacieron en un lugar más desafortunado que otros.

 

En Guatemala hay muchas familias en la misma situación. La mayoría supera el problema enviando a un hijo al norte, al otro lado: a Estados Unidos. En la mayoría de los casos, yendo allí como emigrantes ilegales. Cruzar México en autobús, confiados a los coyotes - los que llevan a los migrantes a través de la frontera, por grandes sumas pagadas con préstamos de amigos y parientes que ya están en la tierra prometida - y luego atravesar el desierto a pie, hasta llegar a Phoenix o Tucson, en Arizona, o a alguna ciudad de Texas. Con la esperanza de no morir de sed por el camino, agotados por el calor o tiroteados por algún guardia fronterizo. O esperando, una vez llegados, no ser deportados a la fuerza. Para los que consiguen llegar, el juego está en marcha. Hay mucho trabajo, y bien pagado. En la construcción se ganan hasta tres mil dólares al mes. En Guatemala, el salario mensual de un dependiente es de mil quinientos. Quetzales. Equivalente a menos de doscientos dólares. El dinero procedente de los trabajadores emigrantes constituye la mayor parte de los ingresos de Guatemala. Con ese dinero cambia la suerte de muchas familias: se construyen casas, se compran coches, se envía a los hijos a estudiar a la ciudad. God Bless América.

 

Antes de despedirme, abrazando uno a uno a esos hijos del océano, veo a Lester ocupado cortando algo con un cuchillo de cocina, medio escondido. Me acerco. Dice: "Listo. Aquí está tu paleta". Me había fabricado una herramienta con la que podré pescar en mi viaje, de menor tamaño que las demás, adecuada para llevarla en la mochila. Luego, sin que se den cuenta los hermanos, antes de despedirse por última vez me confía un rosario de plástico, de esos que se iluminan en la oscuridad.

 

Giacomo Porra

 

*El término "americanos" es incorrecto, porque se refiere a todos los habitantes del continente. "norteamericanos" seguiría sin ser correcto, porque México forma parte de Norteamérica. "Estadounidense" tampoco, porque el nombre oficial de México es Estados Unidos Mexicanos. Por lo tanto, dado que en el lenguaje común el término americano se refiere a los EE.UU., utilizo el término americano.

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